domingo, 9 de marzo de 2008

La Cruz de Piedra




Érase una vez un hermoso pueblecito encajonado entre suaves colinas y adornado de frondosos árboles, de hermosas y variadas flores que prestaban por un tiempo a este cuadro primaveral su color, una placita y una pequeña y antigua iglesia rematada por una gran cruz de piedra. Era pues, en definitiva, un pueblo feliz y devotísimo que a diario participaba del oficio religioso, orgulloso de sí mismo y de la hermosísima cruz que parecía velar por todos como una amorosa madre vela por sus queridos hijos.
Mas he aquí que una aciaga y extraña noche se levantaron los elementos: rugió el viento, desaguó el cielo y cayeron mil y mil rayos sobre el idílico pueblecito. Destruídas las piedras de sus casitas, al menos éstas sirvieron para proteger a sus piadosos y aterrados moradores de una muerte segura.
Cuando se abrieron los cielos el día siguiente, observaron desolados que su orgullo quedó convertido a escombros, excepto por la hermosa y soberbia cruz de piedra que seguía dominando las ruinas en el centro de la pequeña iglesia, pues, curiosamente, no fue tocada de rayo alguno.
Enfadados, reclamaban todos a su cruz el haber permitido que la tragedia cayese sobre ellos, y empezaban a sentirse dolidos y traicionados por el objeto de su devoción.
Llegó la hora de la misa, y todos se congregaron en una limpia parte de la placita; tristes, decepcionados y asustados. Aún mayor susto recibieron entonces al oir un estruendo espantoso. La antigua y hermosa cruz de piedra se desplomó, cargada por el peso de los siglos, sobre la parte central de la iglesia no herida por el rayo, destruyendo los banquitos de madera que ya jamás serían ocupados por piadosas gentes, olvidadas por momentos de la fe en Dios.

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